El argentino Ignacio Gutiérrez Zaldívar es un mecenas en toda la extensión de la palabra. Su preocupación por el arte es genética y a la vez motivo de vida. Era muy pequeño, solo cuatro años, cuando sus padres le obsequian su primer cuadro, y a los 13, con ahorros propios, compra su primera obra, una pieza de su compatriota Eugenio Daneri.

 Quizás en aquel entonces no imaginaba cuánto haría por el arte de su país y viceversa. Hoy Ignacio Gutiérrez Zaldívar es una figura de primera línea dentro del arte argentino, pero también con reconocimiento más allá de sus fronteras. Abogado, escritor, investigador consagrado, coleccionista, comerciante de arte, en fin, amante de todo lo sublime que puede crear el hombre, son algunas de las maneras en que se puede definir al rosarino, pero sería injusto dejarlo ahí, porque siempre ha ido más allá, y para probarlo están sus constantes esfuerzos para desarrollar y visibilizar el trabajo de los creadores argentinos.

 Sobre lo que representa para él el mundo del arte y otras facetas de su vida conversó con Excelencias, diálogo en el que se descubre a un hombre inconforme con lo hecho, un «maldecido» a buscar perpetuamente nuevos logros.

 

¿Cómo y cuándo entra al mundo del arte?

En el mundo del arte se entra por herencia, por tradición familiar. En el caso mío, todos éramos profesionales liberales. Mis padres me llevaban a ver exposiciones de arte desde que era muy pequeño.

Ejercer el comercio en mi familia era mala palabra, era como ser usurero o prestamista. Había que tener una profesión liberal, pero el arte era 

algo que a todos nos gustaba. Yo conservo recuerdos de cuando tenía cinco años. Mi primer cuadro lo compré cuando tenía 13 años en el equivalente a trescientos euros, producto de regalos de cumpleaños, de vueltos nunca devueltos y de pedidas de préstamos.

 No éramos una familia de dinero, pero siempre había cuatrocientos euros para comprar un cuadro. Algunos los habían adquirido mis padres. Recuerdo que en el comedor de mi casa había cuatro cuadros. Uno era un Mongrell, otro un Nonell, el otro era un Lucas Paradillo y otro de Fernando Fader, un pintor argentino. Mi madre, que era la embajadora uruguaya en Argentina, cada dos semanas los cambiaba de lugar —siempre nos sentábamos en el mismo sitio—, para que tuviéramos el cuadro diferente cada dos semanas. Quizás hubiera sido más fácil cambiarnos de asiento, pero papá siempre estaba en una cabecera y mamá en la otra.

Ahí tienes un motivo. En la casa de mis padres un día conté y había ciento ocho obras, ninguna muy valiosa. Tras la muerte de mi madre y con problemas económicos tuvimos que vender algunas para pagar el día a día. Lo que es el destino: algunas han vuelto a mí treinta o cuarenta años después, es increíble. Tengo una frase que siempre digo: «Dios dirige el tráfico». Dios hace esas cosas, no las hacemos nosotros. 

 

Han pasado unos cuantos años. Hoy es considerado uno de los mayores coleccionistas de arte de Argentina.

No es que sea coleccionista, mi colección no deben ser más de seiscientas obras. Colección es lo que uno tiene privado en sus casas, hay en España quinientas colecciones más importantes que las mías. Lo que ocurre es que como soy un comprador compulsivo, tengo una gran cantidad de obras. En nuestras galerías hay más de seis mil obras en oferta, cosa que no es normal en cualquier lugar del mundo que tenga un acervo, un patrimonio, una colección así, pero sinceramente mi dedicación al comercio del arte es para coleccionar, esta ha sido la mejor manera de hacerlo.

 

Pero no se considera un galerista. ¿Por qué?

Galerista es un señor, tanto en Madrid como en Sevilla o donde sea, que le cobra a los artistas el catálogo, el espumante o la cava que da, el mozo, la estampilla, el sobre y hasta el aire que respiras. Es como un intermediario que nunca arriesga, eso es en todo el mundo. Sin embargo, el mercader de cuadros o de obras de arte es un señor que arriesga, que compra y vende, por eso a mí me gusta más la palabra «mercader».

Recuerdo que, hace muchos años, un conocido fue incorporado a la Academia de Bellas Artes de San Fernando y me envió un borrador de lo que iba a hacer en su asunción, y era la apología del mercader. Yo tengo una gran cantidad de obras de los veinte artistas más famosos de Argentina, quizás porque los hicimos nosotros famosos, esos eran como los grandes artistas fallecidos, por así llamarlo.

Luego están los contemporáneos, de esos representamos a veinte. Todos están con un sistema de becas, ellos retiran todos los meses un dinero ya preacordado que generalmente es más de lo que ellos piensan que necesitan. Entonces no dependen de los vaivenes económicos del mercado, ni dependen de las crisis que han tenido lugar en estos cuarenta años en Argentina.

En enero lo que se hace es un balance. Nunca te deben dinero, siempre te quedas con un crédito en cuenta corriente, si es que no han andado bien las ventas, y si no tienen un bonus. El mejor realista que hay en América se llama Juan Lazcano, es un artista del cual hemos vendido mil obras en treinta años. Vive perfectamente en una casa espléndida frente al lago, solo el uno por ciento de los artistas con suerte vive bien.

 

¿Qué rige su interés por las obras que comercializa?

Yo elijo a los artistas porque me gustan. Para ser un buen vendedor tengo que vender lo que me gusta. Soy pésimo vendiendo lo que a mí no me gusta. No tengo capacidad, no soy tan hábil ni tan inteligente para poder vender algo que no me gusta.

 Todo lo que es creación es un tema de ellos. No sugiero el tema ni el tamaño: no sugiero absolutamente nada. Tú me dirás: «Capaz que hayan tenido dos años malos y la exposición que vas a hacer es mala». Simplemente no hago la exposición, solo él y yo nos enteramos de que no tengo fe en lo que ha hecho. Si no me gusta a mí no se lo voy a poder vender bien.

 

Es dueño de varias galerías, todas marcadas como Zurbarán.

Tengo siete galerías por todo el país, incluyendo un hotel que poseo en Bariloche con unas quinientas obras de arte. Cada habitación es un pintor, tú lo eliges, los grandes pintores hoy de España: una sería la habitación de Sicilia, otra la de Sorolla, es muy ecléctico. Mi gusto es muy ecléctico.

 Los intereses de Ignacio Gutierrez Zaldívar van más allá de las fronteras del arte. Cuando muchos pensaron que el mundo de las galerías sería suficiente para aplacar sus energías, se metió de lleno en la gastronomía, audacia que arrojó, entre otros logros, la creación de la Academia Argentina de Gastronomía.

 

¿Cómo nace la idea de un proyecto como este?

Fue hace veintidós años. Reuní a un grupo de amigos. Ellos tenían restaurantes o bodegas. La gente vinculada con la gastronomía no conocían cómo difundir y promocionar lo suyo. Me daba pena, porque, curiosamente, los que menos plata ganaban eran los que mejores cosas hacían, era inversamente proporcional.

Aquellos bodegones a donde iban trescientas personas por día ganaban fortunas. Los buenos restaurantes no ganaban dinero, las bodegas lo mismo, hacían unos vinos pésimos hace treinta o cuarenta años. Desde hace veinte años ha cambiado la vinicultura argentina, hoy se hacen vinos de una calidad 

extraordinaria. Posiblemente luego de los franceses, los españoles e italianos, los vinos argentinos están cuartos en el ranking, esa es mi modesta opinión.

Hay un futuro muy grande para la gastronomía en Argentina, porque es un país muy extenso, con todos los climas, facilidades y riquezas naturales. El turismo no es solo los lugares de la naturaleza, sino también la gastronomía, el deporte… Argentina es sinónimo de tango, reúne muchas condiciones para que, pese a que estamos en el fin del mundo, cualquiera que tenga que venir, entre pitos y flautas, desde que sale de su casa hasta que llega al hotel en Buenos Aires tarde diecisiete horas. Es un largo viaje, con la incomodidad de las revisiones y medidas de seguridad.

Nació como un grupo de amigos a los que nos gustaba comer y beber bien y que teníamos la posibilidad de ayudar a todos los que estuvieran en la actividad.

 

La Academia ha contribuido sobremanera a que Buenos Aires sea una de las capitales gastronómicas de Iberoamérica. ¿Cuál ha sido el aporte de la institución? 

Para nosotros es una alegría inmensa. Buenos Aires, Lima, México y São Paulo son las capitales gastronómicas, por calidad, tradición, experiencia. Tú vienes a Buenos Aires y lo único que sueñas es ir a comer carne, escuchar tango, ver un partido de fútbol, ir a las carreras de caballos. Justo enfrente se está jugando el campeonato de polo más importante del mundo, con los mejores jugadores, es como un Wimbledon que ocurre una vez al año, una actividad complementaria.

La gastronomía no es solo el servicio, la comida, la puesta en escena. Es todo lo que te rodea, es la comodidad. Tú te has venido acá a un hipódromo maravilloso y has tardado diez minutos en tu auto, eso es un privilegio que no tienes en ningún lugar del mundo. Siempre digo que vivir en Buenos Aires es un privilegio extraordinario. Yo vivo a cincuenta metros de mi despacho: si tengo que ir al campo está a una hora y media, si tengo que ir a un hotel en la Patagonia son dos horas de vuelo, todo es demasiado cerca, demasiado cómodo.

Nos gusta tanto la gastronomía, que me tomo un auto, me voy con tres amigos a almorzar a una hora y media de Buenos Aires, siempre un viernes, y llevamos un chofer por la calidad etílica con la que volvemos. No nos emborrachamos, pero superamos el nivel de tolerancia. Lo mismo si voy a Madrid: me voy a comer con José María San Sebastián y luego, aprovechando el camino, me voy a catar algunos vinos a Burdeos, ese es uno de los viajes preferidos que hacemos.

 

Usted presidió la Academia por varios años. ¿Qué recomendaciones daría a los presidentes de las nuevas academias en otros países?

Primero hay que convocar a las cinco personas más famosas del país, si es que es gente a la que le gusta la comida. En Estados Unidos tienes a Donal Trump, que puede ser el más famoso, pero no es un buen ejemplo para una academia gastronómica, porque prefiere comer hamburguesa y patatas fritas.

 Me ha pasado allá con clientes míos, uno de ellos dueños de Coca Cola. Se hacía un almuerzo en mi honor e invitaban a la gente más importante. Cuando íbamos a comer, era manteca de maní, era una cosa espantosa, todo depende de las costumbres.

Hay que convocar a la gente top. Hay un libro 

—creo que el escritor se llamaba Poli— de cómo hacer el ambiente referido al mundo del arte, pero sirve también para el mundo gastronómico: invitar a la gente más conocida, más famosa y respetable, y después, sin ninguna duda, a los amigos que les guste comer bien. Siempre digo que lo mejor que tiene la Academia es que somos un grupo de amigos y nadie osaría desentonar, aquellos que no les guste el ambiente o hayan tenido algún conflicto de negocios contigo no vienen.

 

Con Ignacio Gutiérrez Zaldívar se podría conversar por horas sobre muchos asuntos. Su cultura asegura un interesante intercambio de conocimientos y opiniones. De él Excelencias se despide con un «hasta pronto» más que con un «adiós», guardando la esperanza de volver a dialogar con un hombre que ha llevado lo mejor que nace en su país a todo el mundo para compartirlo.